Son las 23:10. Un susurro, como una muy lejana orquesta de chicharras llena mi cabeza. La luz blanca, los trajes blancos, el piso blanco, las sabanas blancas, el ruido blanco, todo parece como mágico. Un mágico blanco.
La piel blanca de mi abuelo combina con su blanca bata, solo yo parezco desentonar la blanca melodía que recorre al hospital.
Él está de espaldas a mí, le oigo murmurar frases ininteligibles que narran tiempos pasados, frases que huelen a bueyes y a carretas, a barro y sudor, a cogidas de café. Tose, vuelve a toser, le acerco un recipiente para que escupa, otra vez está dormido.
El tiempo se detiene y los días pasan de prisa marcado por el ritmo de las luces que se apagan y encienden de habitación en habitación. Desde afuera el hospital se debe de ver como una gran serie intermitente de luces navideñas que centellean llevando el ritmo de algún villancico.
Tic.
La luz se desvanece y ahora escribo a oscuras, no me preocupa, sé que enseguida alguien vendrá y se hará de nuevo la luz. Tic, ya ésta, el cubículo vecino se ilumina, un enfermero toma la temperatura de los pacientes, tic, otra vez a oscuras, mi abuelo batalla con su pañal, se lo acomodo y descansa, ahora está acostado de lado viendo hacia mí.
Se mueve, se quita la camisa, se la pongo, su ropa interior huele a amoniaco, lo cambio. Acaricio su pecho, no puedo evitar que una lágrima asome a ayudarme.
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